El autobús nos dejó en el pueblo vecino, donde la carretera comarcal se convierte en un modesto camino asfaltado que serpentea hacia Fuenllana. A medida que avanzábamos, el paisaje parecía ocultar nuestro destino, pues el camino, apenas recto, se elevaba de forma sutil, como si quisiera guardar el secreto de este rincón casi olvidado de La Mancha. El murmullo de la historia parecía susurrar entre las colinas, anticipando los vestigios de un pasado que aún se respira en sus calles.
Para aquellos que disfrutan de la libertad de los viajes sin itinerarios preestablecidos, Fuenllana es una joya escondida. Un lugar donde la sorpresa aguarda en cada esquina, entre los pliegues de una tierra que parece suspendida en el tiempo, custodiando con celo su patrimonio y sus tradiciones.
Al entrar en el pueblo, un puente de piedra antigua, por donde fluye el arroyo Tortillo, nos dio la bienvenida. Sus calles, estrechas y tranquilas, invitan al paseo pausado. Aquí, el tiempo se mide en saludos y en las conversaciones cotidianas de los vecinos que, sentados en peñas a las puertas de sus casas, se resguardan del calor de la tarde. Las ancianas, vestidas de negro, evocan una imagen que parece extraída de un pasado que aún late en cada rincón. Fuenllana mantiene intacta la esencia de un pueblo castellano-manchego, donde la historia se mezcla con la vida diaria en una armonía serena y atemporal.
Recuerdos de infancia. M.C.